viernes, 22 de noviembre de 2019

Nero

Debajo de la cama tiene un balde blanco que usa de meadero. Mete un brazo y lo jala. Siente que ya viene el buitre, y aunque no quiere hacerlo, sabe que es mejor expulsarlo de una buena vez. A esta hora, Torón y Santiago ya deben haber botado los tacos, las hamburguesas y los quinientos litros de cerveza que se mandaron anoche. Son los que vomitan con más facilidad. A Nero, en cambio, le cuesta arrojar. Tiene un trauma con el vómito de borrachera. Una vez llegó de madrugada luego de una tranca con vino y ron, se acostó a dormir y cuando despertó encontró en el suelo un vómito gigantesco de color anaranjado. Era el más grande que podía recordar. La mancha se extendía por toda la habitación y apestaba peor que basurero. Juan Diego, por otro lado, no es de los que vomitan o no de los que lo hacen al instante. Tranquilamente puede esperar hasta el mediodía para cortarla con un ceviche y tres cervezas heladas. Chango sí es de los que vomitan, pero como no le gusta perder el tiempo en mariconadas prefiere meterse unos buenos tiros de coca y seguir embalado. Hasta ahora Nero recuerda lo que le dijo una noche interminable de trago corto: “Dormir es lo peor que un borracho puede hacer, mejor es meterse unos tiritos. La coquita te revive y si te mueres de un paro lo haces sin resaca y llegas feliz al cielo”. A Nero no le gustan los tiros. Lleva años sin pasar una línea por su nariz. La última vez había sido en un concierto punk en el Callao, por la cuadra ocho mil de la avenida Dominicos. Tenía quince años y unos roqueros viejos del ochenta que lo conocían de conciertos anteriores y de un par de recitales de poesía en El Averno de Quilca, al verlo en rones y terokal con una mancha de punkis de Los Olivos, le pasaron la voz y le invitaron. Fue una experiencia desagradable; le ardieron las fosas y se puso imbécil. A la mañana siguiente decidió no hacerlo de nuevo. No era su nota.