lunes, 22 de abril de 2013

CARRUSEL DE MEDIANOCHE

Mi madre en su silla de ruedas me cuenta una vez más nuestra historia triste. Recapitula con destreza aquellos dulces instantes de mi infancia incompleta, y se emociona tanto que yo, en vez de sentir únicamente felicidad por la dicha de ser su hijo, siento también una brisa cómplice y risueña que nos va uniendo cada vez más. Quizá sea así hasta el día en que ella tenga que irse, cruzar el océano de los inmortales y alejarse galopando un caballito de carrusel apagado, juego y distracción de feria que no está en temporada. En sus labios se conjuga una ecuación cuya variable es el amor inacabable que renueva todos los días al amanecer, mientras tomamos un café en el desayuno, así como ahora en el ocaso de este jueves de verano, y me cuenta qué fue de mí aquella noche, veinte años atrás. A mediados de año llegó una de esas ferias de barrio, y craso error a mí mamá se le ocurrió llevarme. Yo siempre fui una ladilla, desde pequeñito era bien fastidioso y caprichoso en extremo. No tengo el más mínimo recuerdo de este capítulo díscolo de mis primeros años, pero ella me cuenta con una paciencia enternecedora cómo sucedió. Subí al carrusel y por una tarifa no muy elevada pude dar unas cuantas vueltas. Me divertí mucho, reí, y canté. Hasta que se acabó. Decepcionado, compungido, haciendo puchero, y triste tuve que alejarme del colorido carrusel y sus caballitos de madera. Sin embargo, la tristeza era excesiva y no pude soportar más. Rompí en llanto, y pedí a gritos regresar al carrusel. “Caballito, caballito” gritaba yo, con lágrimas en los ojos. Era un pobre niño que apenas había cumplido tres años y el dolor era tremendo al verme obligado a separarme del caballito de madera, sabiendo perfectamente que yo era el jinete que el destino había decidido poner a prueba sobre su lomo rígido. El camino, las avenidas desoladas, oscuras como la boca de un animal pre diluviano se balanceaba al compás de mis lamentos. Me samaqueaba en la mano de mi madre, entercado con el caballito ausente. “Llévame, llévame” le pedía, pero ella no lo hacía. No era que no quería llevarme, pues de haber sido posible, estoy seguro que hubiese construido ella misma un carrusel en mi casa, sino que no podía porque ya no tenía dinero. Finalmente llegamos a mi casa. Yo continué llorando. Subimos las escaleras rojas, bañadas por el reflejo de la luna de julio y entramos a nuestra habitación. Estuve llorando, mientras mi mamá se envolvía en el pijama. Ella me pedía que me callase, pero yo hice caso omiso y continué sollozando. De pronto escuché un rumor de gente moviéndose en el cuarto de mi tío Marcelino (habitación que yo ocupo desde que él falleció hace dieciséis años), y añadiendo a mi temperamento de niño cargoso el hecho que siempre fui listo para encontrar soluciones a mis desdichas infantiles, crucé el pasillo oscuro, me paré firme en la puerta de mi tío y moqueando empecé a tocar con los puños la puerta de mi tío, pidiéndole, exigiéndole que me lleve al carrusel. Nuevamente con mi grito acostumbrado y repetido: “¡Caballito, caballito!” No tardó mucho en salir, somnoliento y vestido en ropa de dormir. Lo miré, según me dice mi mamá y antes de que dijera algo, me agarré de sus piernas y le pedí “caballito, caballito”. Siempre me quiso. Me quiso mucho. Yo era el hijo que no pudo tener y que a su edad jamás tendría. Me quiso tanto como para decirle a mi mamá, que ya estaba junto a mí tratando de llevarme a nuestro cuarto, “Déjalo, hermana. Que no llore. Es un niño, y quiere ir al caballito. Abrígalo que lo llevaré ahora”. Y me llevó al bendito caballito. Me hizo prometer que sería la última vez que pediría caballito esa noche. Y prometí, y cosa rara, cumplí. Me quiso tanto y yo lo quise tanto que, a pesar de no tener recuerdo de este hecho, siempre que mi madre me lo cuenta, siento cómo mi espíritu se conmueve hasta el borde de lo inquietante, haciéndome buscar su ternura en el infinito, dando miles de vueltas en un caballito de madera hasta tocar el borde amoroso y paternal de su estrella.

domingo, 21 de abril de 2013

LOS HILOS

Una estrella débil parpadea hasta el punto de su extinción, allá arriba, muy lejos, donde desaparecen las cometas y el verano jadeante se evapora como la sal en los cuerpos. El negro juega con la crucecita de plástico de su rosario blanco, y enciende un cigarro. Mira la estrella lejana y escupe la calzada sucia de orines. Un perro chusco pasa con la lengua afuera. El negro avanza despacio y se apoya en un poste jorobado que está repleto de propaganda electoral. Bota el humo por la boca y por la nariz, y escupe otra vez. Karina se acomoda el pantalón frente al espejo. Le queda bien apretado y como es blanco, su calzón pequeñito puede translucirse. Se toca los pechos. Se los levanta, sonríe, divertida. Es una noche tranquila, quiere bailar en alguna discoteca de La Marina; en el Palacio podría ser. La niebla nocturna envuelve los pies del negro. Nadie cae, no puede ser, piensa. Espera un segundo y juega con la crucecita de su rosario. Allá al fondo, pasando los techos mugrientos, sobre el cerro prieto una cruz idéntica a la de su rosario se alza imponente, llena de luces. Ya no va por ese barrio. Prefiere los rieles del tren, oscuros, fríos y pasteleros. Ahora, sin embargo, es muy temprano, tendrá que esperar unas horas más. Coge sus llaves, huele a perfume de rosas. Junta los labios levemente y dibuja un beso en la foto de un cantante de moda. Baja sin prisa y se queda frente a la puerta, indecisa. La estrella débil parpadea y se extingue, allá arriba, muy lejos, donde desaparecen las cometas y el verano cede el paso al invierno avasallante. Pisa el cigarro, y patea la colilla deshecha con la punta del pie, y esta naufraga en un charco que podría ser de orines o de agua sucia. Y la neblina nocturna trepa por sus rodillas llenas de cicatrices. Suena el Nextel, es Alejandro, el chico rubio que conoció hace dos fines de semana en Miraflores. Es un papacito, les dijo a sus amigas de la academia. Unos años mayor que ella, con casa en Punta Hermosa, carro propio y tabla de surf. Lo normal, ¿no? Ojos verdes, gorro Red Bull, brazos fuertes, vans skaters. Le devuelve la alerta. Hablan, conversan. ¿Qué hará esa noche? Salir a dar una vuelta. ¿Quiere venir al depa de unos brothers en Monterrico? Sí, pero no tiene permiso. No es problema, la recoge, se toman unos tragos y la devuelve sana y salva a su casa. Bien, si es así, no hay inconveniente. Tiene que esperarlo en la avenida principal, llegará en veinte minutos. Genial. Un beso. Un besote. Espera un momento recostado en el poste. Escucha una puerta que se abre y se cierra. Mira por el rabillo del ojo. Una mujer. Saca el cuchillo de su pantalón. La sigue. Karina saca el Nextel de la cartera y envía un par de alertas. Alguien viene. Una sombra se acerca despacio. Vienen a robarle. Se pone nerviosa, busca una tienda, una casa, un lugar donde refugiarse. Tiene miedo. Ya está cerca de ella. Se abalanza y forcejean por la cartera. Karina grita, pide auxilio. El negro le pone el filo del cuchillo en el cuello. Le quita la cartera despacio, da media vuelta sin quitarle los ojos de encima y avanza. Ella lo sigue, coge una piedra y trata de recuperar sus cosas. Lo amenaza con la piedra. Se la arroja, no le cae. El negro regresa y le da una puñalada en el vientre. El negro se pierde en la oscuridad de la calle, y se dirige, con su botín, a los rieles del tren. Con el vientre lleno de sangre, Karina camina tambaleándose por una transversal apenas iluminada. Está a media cuadra de la avenida principal. No puede conservar el aliento y cae vencida sobre la acera. Una estrella débil se enciende en el firmamento, allá arriba, muy lejos, donde se pierden las cometas y los hilos de la vida se cortan con la primera ráfaga de la aurora. El mismo perro chusco regresa con una bolsa en el hocico. El negro mira la estrella.