domingo, 21 de abril de 2013

LOS HILOS

Una estrella débil parpadea hasta el punto de su extinción, allá arriba, muy lejos, donde desaparecen las cometas y el verano jadeante se evapora como la sal en los cuerpos. El negro juega con la crucecita de plástico de su rosario blanco, y enciende un cigarro. Mira la estrella lejana y escupe la calzada sucia de orines. Un perro chusco pasa con la lengua afuera. El negro avanza despacio y se apoya en un poste jorobado que está repleto de propaganda electoral. Bota el humo por la boca y por la nariz, y escupe otra vez. Karina se acomoda el pantalón frente al espejo. Le queda bien apretado y como es blanco, su calzón pequeñito puede translucirse. Se toca los pechos. Se los levanta, sonríe, divertida. Es una noche tranquila, quiere bailar en alguna discoteca de La Marina; en el Palacio podría ser. La niebla nocturna envuelve los pies del negro. Nadie cae, no puede ser, piensa. Espera un segundo y juega con la crucecita de su rosario. Allá al fondo, pasando los techos mugrientos, sobre el cerro prieto una cruz idéntica a la de su rosario se alza imponente, llena de luces. Ya no va por ese barrio. Prefiere los rieles del tren, oscuros, fríos y pasteleros. Ahora, sin embargo, es muy temprano, tendrá que esperar unas horas más. Coge sus llaves, huele a perfume de rosas. Junta los labios levemente y dibuja un beso en la foto de un cantante de moda. Baja sin prisa y se queda frente a la puerta, indecisa. La estrella débil parpadea y se extingue, allá arriba, muy lejos, donde desaparecen las cometas y el verano cede el paso al invierno avasallante. Pisa el cigarro, y patea la colilla deshecha con la punta del pie, y esta naufraga en un charco que podría ser de orines o de agua sucia. Y la neblina nocturna trepa por sus rodillas llenas de cicatrices. Suena el Nextel, es Alejandro, el chico rubio que conoció hace dos fines de semana en Miraflores. Es un papacito, les dijo a sus amigas de la academia. Unos años mayor que ella, con casa en Punta Hermosa, carro propio y tabla de surf. Lo normal, ¿no? Ojos verdes, gorro Red Bull, brazos fuertes, vans skaters. Le devuelve la alerta. Hablan, conversan. ¿Qué hará esa noche? Salir a dar una vuelta. ¿Quiere venir al depa de unos brothers en Monterrico? Sí, pero no tiene permiso. No es problema, la recoge, se toman unos tragos y la devuelve sana y salva a su casa. Bien, si es así, no hay inconveniente. Tiene que esperarlo en la avenida principal, llegará en veinte minutos. Genial. Un beso. Un besote. Espera un momento recostado en el poste. Escucha una puerta que se abre y se cierra. Mira por el rabillo del ojo. Una mujer. Saca el cuchillo de su pantalón. La sigue. Karina saca el Nextel de la cartera y envía un par de alertas. Alguien viene. Una sombra se acerca despacio. Vienen a robarle. Se pone nerviosa, busca una tienda, una casa, un lugar donde refugiarse. Tiene miedo. Ya está cerca de ella. Se abalanza y forcejean por la cartera. Karina grita, pide auxilio. El negro le pone el filo del cuchillo en el cuello. Le quita la cartera despacio, da media vuelta sin quitarle los ojos de encima y avanza. Ella lo sigue, coge una piedra y trata de recuperar sus cosas. Lo amenaza con la piedra. Se la arroja, no le cae. El negro regresa y le da una puñalada en el vientre. El negro se pierde en la oscuridad de la calle, y se dirige, con su botín, a los rieles del tren. Con el vientre lleno de sangre, Karina camina tambaleándose por una transversal apenas iluminada. Está a media cuadra de la avenida principal. No puede conservar el aliento y cae vencida sobre la acera. Una estrella débil se enciende en el firmamento, allá arriba, muy lejos, donde se pierden las cometas y los hilos de la vida se cortan con la primera ráfaga de la aurora. El mismo perro chusco regresa con una bolsa en el hocico. El negro mira la estrella.

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