viernes, 27 de marzo de 2020

TORÓN – 05:17 AM

La oscuridad se cierne sobre las azoteas del barrio y la vida animal comienza a manifestarse. Los pájaros silban y los gatos callejeros vuelven a sus escondites entre las llantas de los carros luego de su cacería nocturna. En los blocks algunas ventanas se iluminan; son los vecinos honrados que trabajan en domingo alistándose para la jornada. Quedan seis cervezas en la caja, ocho cigarrillos rubios y solo semillas en la bolsita de Lobo.
Ese último bate que prendimos debajo del Diecinueve me relajó más que la meada larga y purulenta que eché en la puerta del basurero comunitario. Cuando la hierba subió, tenía los ojos puestos en las paredes y columnas escritas con aerosol y reflexionaba sobre cada signo trazado. Nombres lejanos, palabras inconexas, insignias de equipos de primera y clubes de barrio que naufragaron en el corazón de sus hinchas, rostros caricaturizados y firmas perpetuas de gente que dejó el barrio obedeciendo al desplazamiento natural de la especie.
En un ángulo del techo está escrito “CABALLO 92”. Caballo era un vago que un día – no se sabe cómo – aterrizó en la Francia mundialista y nunca más regresó a Lima, y si acaso lo hizo, por la Unidad ni se asomó. Pero ahí está su firma y más importante aún, está el año de su rúbrica, algo que a sus amigos les permite ejercer el legítimo derecho a la nostalgia, que al fin de cuentas es lo único que nos deja el tiempo una vez transcurrido.
Juan Diego dice algo sobre las ratas que lloriquean tras la puerta del depósito y destapa otra botella. Lobo cura la pava minúscula con un dedo ensalivado y me escudriña con ojos divertidos. Sabe tan bien como yo que el viaje está llegando a su fin. La imagen de Caballo alzando la copa del mundo ante un mar de camisetas brasileñas es cada vez más borrosa y la silueta del humo de la panadería, cada vez más clara.
Caminamos en línea recta hacia el parque silencioso. La aureola amarilla del poste de alumbrado parpadea unos segundos y yo aplaudo como queriendo avivarla. Huele a pasto húmedo, a cenizas melancólicas y al ron incendiario que el alcoholismo adolescente le permitió probar a mi generación. En los jardines quedan los residuos de la noche anterior. Vidrios rotos, botellas de Coca Cola aplastadas y decenas de colillas extintas.
Nos sentamos en la banca – la misma banca de los últimos veinticinco años – y brindamos por nosotros, por los amigos y por los fracasos que nos hermanan. Sería algo mezquino decir que nuestras vidas han sido totalmente miserables: Hemos bebido buenos licores, hemos leído unos cuantos libros, hemos besado a algunas mujeres y hemos soñado casi todas las noches. El problema, mi amigo, es que eso no nos alcanzó.
- ¡Pero qué hijo de puta! – grita Juan Diego y se ríe. Lobo acaba de hacer un chiste sobre Santiago, a quien no vemos desde hace unas horas – ¡Cómo chucha se va a llevar a la Terminator!
- Está loco pe’, huevón – comenta Lobo –. Santiago está quemao’. No hay otra explicación. Yo no soy sano, todo lo contrario, ustedes saben, pero es porque esta es mi nota. Santiago, en cambio, está cagado de la cabeza. Le patina…
Tomamos con humor las palabras de Lobo, aunque a mí, en el fondo, me resultan ciertas y no tan divertidas como aparentan nuestras risas. No comprendo muy bien a Santiago. Siempre ha sido un tipo propenso a la melancolía y a los pensamientos oscuros, pero lo de hace un rato ha sido tan extraño que me pregunto si en verdad pasó.
A medianoche estábamos en ese bar noventero junto a la Plaza del Libertador que se ha puesto de moda. Teníamos seis cervezas heladas y una fuente gigante de vísceras a la parrilla. Juan Diego hablaba con Nadia, la amiga de Pam, buscando un polvo y no estaba para nadie. Lobo se paseaba por el bar con varios gramos de cocaína en los bolsillos y cien soles de grifa. Nero llevaba la conversación a su ritmo, con anécdotas breves e inverosímiles que ya ha contado antes. Pam y Santiago escuchaban y celebraban sus historias, y es que al Nero nadie le gana cuando de narrar se trata. Yo también lo celebraba, aunque de rato en rato, estudiando mis posibilidades, miraba una mesa vecina donde tres muchachas de cacería entrechocaban sus copas. Tanto insistí que con una llegué a brindar a la distancia.
Planeaba acercarme a la mesa de las chicas, pero primero tuve que atender un llamado urgente de mi vejiga. Cuando regresé del baño – unos quince minutos más tarde porque había tráfico de cocainómanos en los inodoros –, los ánimos habían cambiado. De pronto, alguien había presionado un interruptor invisible alterando por completo el curso de la noche.
Juan Diego y Nadia se besaban con descaro, cogiendo cada quien una buena porción del cuerpo del otro. Lobo se había unido al grupo nuevamente, tenía los bolsillos más ligeros y una sonrisa de negociante exitoso que hacía juego con la cicatriz de su mentón. Nero picaba en silencio el choncholí de la fuente con un tenedor de plástico y hacía hora con su vaso a medio llenar. En un extremo de la mesa, Pam y Santiago se enfrascaban en una discusión repentina. Era la primera vez que notaba a la china tan molesta.
Pregunté qué pasaba, pero nadie me dio explicaciones y no volví a preguntar porque ya no hubo tiempo. Con un movimiento veloz, Pam cogió una botella de la mesa y la levantó hacia las luces del bar, confundiéndome. Pensé que estaba diciéndole salud al gentío, hasta que la vi voltear el pico y vaciar el contenido sobre la cabeza de Santiago. Cuando terminó puso el envase sobre la mesa, cogió su bolso y se marchó botando su silla.
Nadia se debatió unos segundos entre seguir a su amiga y echar a perder el revolcón inminente con Juan Diego, pero al final se fue detrás de Pam. Los cinco nos miramos en silencio y luego escondimos los ojos. Las risas y las burlas que llegaban desde otras mesas se mezclaban con la música chicharock que escupían los parlantes del bar.
Después de eso pasó lo de la Terminator. No sé cómo habrá sido, solo sé que pasó. Santiago, con el pretexto de ir por una cerveza que reemplazara la que Pam acababa de botar se perdió entre la gente. No lo vimos hasta una hora después, saliendo de uno de esos tabiques oscuros, decorados con cuadros de los Gallagher y los Pixies que tiene el bar, con las manos alrededor de la barriga de la Terminator, cruzando a prisa entre la multitud sudorosa que bailaba, y marchándose del bar sin despedirse de nadie.
- Juégame un fallo – le digo a Lobo. Aún tengo en las retinas la imagen de Santiago y la Terminator saliendo del bar. 
- Oe’… ¿Y la stripper? – pregunta Juan Diego, riéndose.
- Esa cojuda estaba más dura – sonríe Lobo.
- ¿Le diste? – pregunto mirando las ventanas del barrio. 
- Aquí nadie le da nada a nadie, papi – dice Lobo –. Ella vio las rayas en la mesa y se unió al vacilón.
- Yo estaba en un vacilón… Yo estaba en un vacilón – canturreo tronando los dedos, pensando en mi viejo sentado en la sala de la casa escuchando a Maelo.
Ese fue el segundo acto de la noche: la stripper. Cuando se secaron las botellas y en la fuente no quedaron más que servilletas arrugadas y restos de nervio gelatinoso, salimos del bar. Fuimos a un cajero automático y retiré dinero para el taxi de regreso, pero la noche estaba lejos de concluir. A Lobo se le ocurrió prolongar un poco más la celebración y sugirió un show de nudistas. Nero lo secundó y nos animó al nombrar una serie de destinos interesantes. Los que más prometían estaban fuera de nuestro radio, en San Juan de Lurigancho o en el cono norte de la ciudad, y como ninguno pensaba explorar esos rincones de Lima a las dos de mañana, tuvimos que conformarnos con un chonguito de La Colmena.
Cruzamos la Plaza del Libertador, en cuyas aceras de granito y eternas rotondas de mármol campeaban dos figuras propias de la noche: una barredora municipal de uniforme anaranjado y el negro apodado Yimigendrix (por su evidente parecido con el guitarrista que derrotó a Dios), quien desde hace años – y siempre de madrugada – se pone debajo del culo del caballo para gritar en la oscuridad de la plaza versículos del antiguo testamento que nadie escucha. 
La Colmena se extendía ante nuestros ojos como un sendero perdido, iluminado de rojos y amarillos decadentes y claustrofóbicos. Los mendigos dormidos sobre cartones, los taxistas que bostezaban en sus autos y las ambulantes con sus cajitas de caramelos se multiplicaban en cada esquina, así como los borrachos que liberaban sus vergas encogidas para rociar de urea basurales y árboles desnudos. Nosotros caminábamos entre aquella fauna nocturna con aire decidido. Queríamos dar la impresión de ser unos (casi) treintones audaces.
Quedaban solo dos chongos, uno frente al otro, ambos clandestinos, entre Cailloma y Rufino Torrico. Nero y Juan Diego cruzaron la pista para evaluar las bondades que ofrecía el otro local, pero ni bien llegaron a la puerta hicieron una señal de desaprobación y regresaron. 
- No hay chou – dijo Lobo indignado por la falta de atención –. Solo hay cerveza y puterío. 
- ¿Y eso te jode? – le pregunté.
- Claro pe’, huevón – me dijo –… Y al Nero también, ¿sí o no, zambito?
- Así es, pero a mí me jode por razones diferentes a las tuyas – se defendió Nero. 
- ¿Y cuáles son tus razones? – preguntó Juan Diego sonriendo, consciente de que Nero estaba a punto de mandarse un rollo existencialista.
- El nudismo es un arte poco valorado y yo le rindo homenaje al apreciarlo como tal: la forma más cruda y honesta de expresión. Esa mujer que se contornea mientras se quita la ropa nos está enseñando su alma…
- Me llega al pincho su alma. Yo quiero verle la chucha – sentenció Lobo.
Nos reímos y caminamos hacia el chongo. El rufián que cuidaba el ingreso reclinado en el bloque gris que el municipio había colocado como símbolo de prohibición y clausura nos pidió un sol cincuenta a cada uno. Metió las monedas en el canguro que llevaba alrededor de la cintura y se quitó de la entrada. Cruzamos el umbral de fluorescentes azules y descendimos por unas escaleras metálicas a un sótano de paredes verdes que olía a cerveza y humedad. El show todavía no comenzaba, pero la música sonaba fuerte.
- Ya saben cómo es – dijo Juan Diego señalando la hilera de jovencitas en minifalda junto a la barra de licores –. Si quieren hablar con alguna hembra tienen que invitarle una chela y si quieren un privado no sean cojudos y cuídense porque los pepean y amanecen fríos.
- Ya, mamá – le respondió Lobo en tono burlesco. 
- Eso debería ser gratis – se quejó Nero.
- ¿Qué cosa? – preguntó Lobo.
- Hablar con las jermitas. 
- No seas imbécil pe, zambo – le recriminó Lobo –. Su chamba consiste en hacernos consumir.
- Podría pagarle un par de chelas a la de azul – dije –. Tiene bonitos ojos.
- Bonitos ojos – se rio Juan Diego –… Causa, ¿por qué mejor no la llevas al cine y después le invitas unos anticuchos?
Todos rieron menos yo.
Había dos grupos de borrachos exigiendo a gritos la presencia de la nudista de turno.  Pasamos entre ellos buscando dónde sentarnos, pero tenían todo ocupado. Dimos vueltas un rato hasta que Nero encontró una mesita solitaria junto a la rockola. Juan Diego lo ayudó con las sillas y Lobo fue a la barra por unas cervezas. Yo me acerqué al aparato repleto de calcomanías de Kiss, Bon Jovi y los Rolling Stones, coloqué una moneda en la ranura y busqué en el abanico de canciones, pero no encontré nada que me convenciera. Al final escogí dos temas de Bruce Springsteen y fui a sentarme. 
- ¿Philadelphia? – preguntó Juan Diego arqueando las cejas.
- Sí. ¿Está mal o qué? – me defendí.
- Mira dónde estamos, huevón. Rodeados de putas y borrachos, ¿y pones la canción de un sidoso?
- Bruce Springsteen no tiene sida.
- Me refiero a la película… 
Los reflectores teñían de rojo la mesita y las botellas congeladas. Llenamos los vasos hasta el borde y brindamos por la nudista ausente. Tomamos con humor la tardanza de la mujer e hicimos chistes al respecto hasta que las luces se apagaron. Unos segundos después, los focos iniciaron un encendido gradual y la música volvió a los parlantes silenciados. 
Una figura robusta, envuelta en un babydoll negro apareció en el centro de la tarima desatando los aplausos efusivos y los aullidos en coro. La mujer comenzó a menearse abrigada por la voz de un Steven Tyler cansado de tanto sonar en prostíbulos y alcantarillas de la Lima que amanece violentada. La piel de la bailarina brillaba por la escarcha del camerino y las lágrimas de la noche vacía. Se cogió del tubo e intentó escalarlo, pero quebró las rodillas con torpeza y nos regaló un sentón nada elegante que compensó abriéndose de piernas y mostrándonos un camino húmedo y dispuesto al tránsito de falos solitarios y deprimidos.

CONTINUARÁ...

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